Pequeño gran semejante [relato breve]

[Colaboración especial de El Xiquet de Columbretes]

 

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Pequeño gran semejante [relato breve].

El Xiquet de Columbretes

Se llamaba Montesanos, pequeño, enjuto, con una barba blanca que junto a su pelo formaba un círculo irregular que abrazaba su pequeña mirada y proveía de abrigo a sus labios, para hablar de las sensaciones del espíritu.

Se movía con parsimonia, pero ágil, a pesar de su avanzada edad. Toda su estampa era fruto de su crecimiento frecuencial, hasta su ajustado gorro de punto rojo que en otro podría ser un signo histriónico, pero en él representaba la serenidad matizada.

Se expresaba de manera inteligente y su verbo era fluido. Bajaba del campo de vez encuando, sólo por necesidad reflexiva, porque en su día huyó de la fría ciudad. Allí llegó sin saber cómo vivir y no tardó en comprender que una humana misión sería pastorear un grupo de cabras por las elevaciones mediterráneas. Y lo hizo con tanta dedicación que pronto decidió complementarlo con el labrantío, junto a una huerta, asegurándome que fue un buen tino para el sustento.

Nos conocimos en plena calle, en el centro de la ciudad. Se me acercó preguntando por un antiguo taller de motos que no acertaba a ver, y tuve que decirle que se cerró definitivamente desde la “plandemia”. En ese instante repitió “plandemia” en tono de duda, y yo afirmé con rotundidad. Fue algo mágico, compartido, donde comprendimos que ese vocablo nos unía. Hay casualidades que crean situaciones para la coincidencia.

Mejor dicho, el lo llamó proceso causal, que había un origen, quizás de vidas pasadas. Pero lo curioso fue que en la medida en la que dialogábamos, las concordancias se acumulaban, hasta en la edad, produciéndonos un asombro relevante que nos hacía sonreír con admiración mutua.

Hablamos erectos sobre el pavimento tosco de una acera que no daba para más  gente, del suceso de los contagios, de su terrorífico origen y gestión, de las políticas “globalitaristas” y sus consecuencias, de los engaños generalizados, del cambio climático político que nos despojaba de todas nuestras expectativas, de la geopolítica, del “polvo inteligente” con el que nos fumigan los gerifaltes de la geoingeniería, de las radiaciones que nos debilitan y del ya notorio autoensamblaje criminal del grafeno y sus circuitos.

Éramos ecos, resonancias personalizadas de nuestros conocimientos y creencias. Coincidíamos hasta en nuestros miedos y esperanzas… Fue todo un hallazgo.

Y continuó exponiéndome que lo que está sucediendo en España es una guerra de traidores e intrigantes, soterrada, encubierta, donde las balas parecen palomas mensajeras en vuelo rasante portando mensajes seductores. Todo es atípico, hasta las
explosiones provienen de los volcanes y terremotos, y los muertos gente que fallece por todo menos por el fuego enemigo.

Una comedia de bandoleros donde las escenas diarias rompen los lazos familiares y la soledad obligada llega a enterrar a las víctimas en ausencia de los seres queridos. Una chifladura maldita que sigue incrementando el desequilibrio de la gente y tambalea su porvenir. Un futuro que se niega a contar con el ser humano y con sus inocentes hijos. Es el transhumanismo robótico que nos dejará a todos en casa con la paguita, hasta la fecha de caducidad que se les ocurra.

Nos miramos a los ojos y los dos percibimos lo mismo, un lapso, un corto trecho en el que interiorizar lo que estaba ocurriendo. Mientras digeríamos el resultado de toda esa concurrencia distópica, me habló de cómo los animales nos pueden enseñar el sendero de los planos distantes, en los que se ven los matices del alma.

Y me confesó que al principio del pastoreo se fijó en cómo sus bóvidos, después de forrajear por cualquier vegetación, se subían parsimoniosamente a lo alto de los cerros y, en su quietud fotográfica, mientras rumiaban mirando al infinito, parecían ensimismados, como intérpretes de un dócil trance.

Ante la escena de esos cuerpos ágiles y fornidos con cornamentas groseras, que parecían estar en pleno encuentro con la verdadera paz, se preguntó cómo una vulgar cabra podía enseñarle el camino de la meditación. Y así fue, me dijo continuando.

Durante años plagié sus prácticas hasta poder ver en múltiples lugares del monte, auras de mil reflejos, como puertas del cielo por las que entrar y sentirse elevado. Pastorear se me hizo imprescindible.

Más adelante, a través de una amiga seguidora de las enseñanzas de Siddharta Gautama, entró en el Centro Budista de la ciudad y, junto a su maestro, aprendió las técnicas clásicas meditativas y contemplativas que conducen a estados alterados de conciencia. Es más, me señaló un día especial en el que después de finalizar con él algunos minutos de meditación, le confesó que durante el proceso se vio sin la posibilidad de poder seguir respirando durante un tiempo impensable.

Ante este hecho, el maestro le preguntó si sintió en cierto momento de ese proceso alguna angustia, y le contestó que simplemente estaba relajado pero consciente de su imposibilidad natural. Acababa de ingresar en el piramidón de la abstracción contemplativa: respiración a través de la piel. Efecto sólo experimentado en casos muy profundos. Y le dio la enhorabuena.

Ese mismo día, de vuelta a su casa del monte, cuando determinó ducharse para irse a descansar con la noche, se quedó absorto al verse ante el pequeño espejo, pues las múltiples manchas de psoriasis repartidas por todo su cuerpo que arrastraba muchos años, habían desaparecido sin dejar traza alguna.

A continuación me susurró que el Único Ser Superior Intergaláctico representa la totalidad de la naturaleza vibratoria y cuando somos conscientes de cómo emana la frecuencia del amor, crecemos espiritualmente. Por eso el poder de la invocación y de la meditación es sublime. Nos lleva al sentimiento de vivo afecto hacia los demás, a los que deseamos todo lo bueno.

Y en esa emoción reposa nuestra esperanza. Es capaz de sujetar a la élite materialista extrema, abducida por los poderes astrales infames, los desalmados, aquellos que anhelan usurpar el atributo que le compite sólo a nuestro Creador, el que prohíbe matar y demanda amar al prójimo. Esa gente odia a la humanidad y con el pretexto de la ecología interesada están cometiendo un genocidio, porque ambicionan todo lo nuestro, hasta nuestras almas.

Su relato me pareció elevado y difícil de catalogar, algo así como un espejismo real. Fue entonces cuando me preguntó si me parecía bien que compartiéramos una pequeña meditación en un banco de la placeta contigua. Me pareció oportuno y así lo hicimos. Él con su rito “Budista” y yo con el de la “Energía Universal”. Eso sí, ya ubicados y antes de cerrar los ojos, me pidió que respetáramos los tiempos; e iniciamos la meditación.

Cuando finalicé abrí los ojos hallándome sólo sobre el banco y, junto a mí, del mismo asiento que utilizó minutos antes, percibí un foco de energía pleyadiana que cambió mi vida. Ahora sé que sólo con el amor se puede frenar al enemigo
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Ensimismados